`Los tecnócratas son dictadores que usan la tecnología para controlar a las personas´
-Alex Jones (1974- ) crítico estadounidense
La fricción por la que atraviesa México, y en especial Monterrey, es el resultado de haber estirado al sistema más allá de sus límites.
Con sistema me refiero primero que nada a nuestra forma de organizarnos alrededor de dos variables. La primera es la distribución de recursos de forma económica y la segunda es la aplicación de poder para técnicamente arbitrar las relaciones económicas en la sociedad.
Fundamental para cualquier colectividad es la producción de la cantidad de alimentos, bienes y servicios para mantener el equilibrio entre trabajo y calidad de vida material. Para ello, antes que nada, se debe echar mano de la gente y los recursos nacionales y, ya después de haber cubierto eso, exportar el excedente e importar lo que se necesite para cubrir lo que falte.
El México de hoy es un país que consume mucho más de lo que produce, ya que la `lógica´ económica neoliberal les dicta a sus fundamentalistas seguidores que lo primordial es reducir los costos que sean –incluyendo lo social– a favor de las utilidades. Un ejemplo es la importación de alimentos de hasta un 42%, la cual descobija al agricultor y al campo, que son vistos como `ineficientes´ por los estudiados teóricos de la economía.
Por otro lado está el ingenuo manejo del petróleo, la base de una industrialización perdida, que poco a poco hemos olvidado gracias a las bondades de la globalización. Se nos vendió la idea de que subir a PEMEX al carrito de los mercados era lo mejor posible, y hoy los incesantes aumentos en la gasolina nos demuestran la intrínseca mentira de un negocio privado ofertado como público. Increíble, pero cierto. Actualmente compramos el 50% de la gasolina, lo que significa que los tan prometidos descuentos acabaron en los jugosos bolsillos de los numerosos intermediarios.
No sólo nos hemos desindustrializado por competencia y por la desaceleración económica global. Confiamos ciegamente en el `liderazgo´ del país, por lo que ahora exportamos cada vez más materias primas para después utilizar el dinero ganado para comprar eso productos fabricados que algún vez hacíamos. En pocas palabras, tenemos lo opuesto de la sustitución de importaciones que un día detonó el desarrollo de la nación.
Y mientras todo esto sucedió, se conformó a nuestras espaldas un sistema corporativista –que teje intereses públicos y privados a gran escala– que ha acaparado lo poco que queda para un reducido grupo de personas.
En la práctica, el escenario se ve así. Vivimos en ciudades sobrepobladas que en el pasado abrieron oportunidades a millones para emigrar hacia la urbe en búsqueda de las cuantiosas ofertas de trabajo que existían. Esos mismos millones hoy batallan para conseguir qué hacer, ya que se ha centralizado y privatizado todo en afán de salvaguardarlo. Como ejemplo está la especulación en construcción, evidencia de que nuestra transición hacia la era de servicios ha sido insensible y desordenada. Además están los recortes y la automatización de procesos industriales, que han hecho de la redundancia laboral el plumón que colorea la creciente informalidad laboral.
El incesante alza de los precios, aunado a salarios bajos, trae como efecto una pauperización de muchos, que quedan fuera de la jugada en un país que no puede ayudarles. Hemos privatizado, o simplemente dejado sin dinero, a la red de instituciones sociales que podrían ayudar a la gente a pararse y motivarse de nuevo.
Es por eso que se dificulta cada vez más el que se respete la ley. Por un lado está el pésimo ejemplo de la clepotocracia que nos gobierna. Por el otro está una sociedad individualista, que en su afán de ver por sí misma ignora las normas y regulaciones que toda colectividad requiere para mantenerse íntegra. Si no respetamos lo mínimo, ¿cómo podemos creer que algún día viviremos en un Estado de Derecho?
Después de la ley generalmente viene el chicotazo, y eso es exactamente lo que ya hemos reforzado como cultura a escala nacional. Lo más triste es que no nos queremos dar cuenta que el chicote sale de nuestros bolsillos, y que aparte de todo pagamos con intereses a esa clase parasitaria que en el proceso se beneficia con el entrecruce de intereses privados y públicos.
La tecnocracia alguna vez utilizó su conocimiento técnico-económico para tratar de sacar las cosas adelante. Hoy se ha convertido en una clica autoritaria que siembra miedo, propaga mentiras, coloca cámaras, persigue a la ciudadanía y espía a todos mientras se enriquece.
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