El segundero de nuestros relojes nos distrae del presente, galopando hacia adelante en incesante alerta y fijación, tejiendo el mañana con expectativas que tapizan el contorno de nuestra mente, desplazando con susto al insípido presente.
Ese segundero del tiempo lineal sobre el que navegamos es también el cincel que esculpe nuestro destino, que se mercadéa como el mejor antídoto a la incertidumbre existencial que nos distingue.
Eso si, nuestro destino final está allá afuera, donde la cultura y la sociedad se anclan con eterna promesa de realización totalizadora. Es en ese sentido que somos puntas de flecha que siempre están a punto de darle al blanco, por lo que cualquier posibilidad de paciencia, presencia y consciencia nos son canjeadas por prisa y exigencia, convirtiendo nuestro potencial de experiencia en roles y funciones predeterminadas por un todo del cual somos meros apéndices y miscelánea.
En ese esquema siempre estamos llegando, materializando, adquiriendo, comprando; apropiándonos de aquel o aquella. Se nos enseña que cada logro de estos es una finalización de procesos y consolidación de metas para el rol que nos toca, que debemos jugar con gusto para envolvernos de esa permanencia que ya fue trazada para nosotros, y que solo espera nuestra agilizada e incuestionada participación. La adultez, el casamiento, la ciudadanía, la feligresía, la salvación, puras membresías a algo más grande que nosotros; todas parte de la gran historia en donde actuamos, pero que no se nos dice que sacrificios debemos hacer para obtenerlas, y mucho menos, para mantenerlas en línea con la añorada permanencia, incierta ilusión que lucha contra una naturaleza y existencia cíclica, que en muy raras ocasiones nos permite quedarnos y aferrarnos con lo escogído, prefiriendo arrebatárnos lo necesario para seguir creciendo como personas.
Se supone que nuestro destino y el de todos está atado a buenas causas, la riqueza material, la libertad máxima, un retiro digno, la paz en el mundo, la justicia social, bueno, hasta el final de lo tiempos y la redención divina, como lo prometen los más ambiciosos, esos que editan y embalsaman nuestra muerte para presentarla como trampolín hacia una mejor vida, obsesionados con los triunfos y los ascensos, pero no con las derrotas y los descensos, y mucho menos con los transbordos y los reintentos terrenales.
Por eso no sabemos reaccionar cuando nuestros roles, promesas y destinos no se cristalizan, no llegan o no se realizan. Se nos juró que la vida se simplificaría , que las preocupaciones menguarían, que los precios bajarían, que la democracia llegaría , que la guerra acabaría, que el amor se mantendría, que la política cumpliría y que dios reaparecería. Pero simplemete no fue así, y a veces, sucede todo al revés.
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