El animismo era la antigua creencia de que todos los seres y fenómenos de la naturaleza se mueven gracias a una energía primordial llamada 'anima'.
Múltiples culturas pre politeístas y pre cristianas apuntaron hacia el sol para identificar el origen de la energía 'anímica'. Por eso es que el hombre que inventó la agricultura consideró al astro rey como la base de la supervivencia, entendida como la adivinación efectiva de las estaciones para la siembra y la cosecha. Fue así como el énfasis en el sol convirtió a éste en icono y ancla social para las nacientes colectividades.
De ésta forma de organizarse surge la utilización de la swástica como
símbolo civilizatorio, lo cual hoy en día podemos constatar gracias a
los numerosos grabados sobre piedra que las antiguas culturas nos
dejaron.
Eso si, una cosa es creer que todo está animado, y otra muy distinta es postular que alguna lejana estrella es la fuente de dicha animación. Sabemos que sin el calor del sol la vida en la tierra sería imposible, pero eso no implica que el astro rey sea un generador de las animas y energías terrestres.
Sin embargo más descabellado aún es substituir al sol -como fuente de todo- con un concepto religioso de padre celestial de corte etico y moral (yahve, dios padre), presumiendo facultades para crear esas almas que supuestamente nos distinguen como seres individuales.
Esta identidad única e indivisible, que supuestamente nos otorga el alma, representa apenas una semejanza con un ente divino, un rostro impreso en una moneda, un sello para la membresía a un club de elite.
El alma nos separa de otros a los que se les prometió lo mismo. En este club todos somos 'hijos de dios', vivos o muertos. En este sentido, el alma nunca nos resalta como esencias espirituales que forman parte de un todo, o como fracciones de una divinidad abarcadora e incluyente. Podemos aspirar sólo a imitar a nuestro padre, pero jamás nos acercaremos a el.
Por eso una vez que hayamos eliminado las interpretaciones de dioses creadores y estrellas generadoras, para explicar lo que nos anima, nos quedaremos con algo que siempre estuvo ahí, pero que se fue perdiendo entre tanta intermediación política y religiosa. Me refiero al movimiento, la fuerza que energiza a todo lo que existe, incluyendo al sol que quema nuestras cabezas.
El movimiento es energía que aníma a los sólidos que componen a la materia. El anima es movimiento repetido y sostenido, que nos aterriza en la realidad más mundana, pero que también nos permite elevarnos sobre nuestras propias limitaciones mentales e identitarias.
Dicho de otra forma, el movimiento es el lubricante de toda esencia, una herramienta para el despertar y la manutención del espíritu en acción, mejor entendido como la consciencia. Moverse es disolver las barreras y las fronteras que nos separan. Moverse es sintonizar con la frecuencia del todo. Esto, amigos, es espiritualidad, no religión organizada.
Eso si, una cosa es creer que todo está animado, y otra muy distinta es postular que alguna lejana estrella es la fuente de dicha animación. Sabemos que sin el calor del sol la vida en la tierra sería imposible, pero eso no implica que el astro rey sea un generador de las animas y energías terrestres.
Sin embargo más descabellado aún es substituir al sol -como fuente de todo- con un concepto religioso de padre celestial de corte etico y moral (yahve, dios padre), presumiendo facultades para crear esas almas que supuestamente nos distinguen como seres individuales.
Esta identidad única e indivisible, que supuestamente nos otorga el alma, representa apenas una semejanza con un ente divino, un rostro impreso en una moneda, un sello para la membresía a un club de elite.
El alma nos separa de otros a los que se les prometió lo mismo. En este club todos somos 'hijos de dios', vivos o muertos. En este sentido, el alma nunca nos resalta como esencias espirituales que forman parte de un todo, o como fracciones de una divinidad abarcadora e incluyente. Podemos aspirar sólo a imitar a nuestro padre, pero jamás nos acercaremos a el.
Por eso una vez que hayamos eliminado las interpretaciones de dioses creadores y estrellas generadoras, para explicar lo que nos anima, nos quedaremos con algo que siempre estuvo ahí, pero que se fue perdiendo entre tanta intermediación política y religiosa. Me refiero al movimiento, la fuerza que energiza a todo lo que existe, incluyendo al sol que quema nuestras cabezas.
El movimiento es energía que aníma a los sólidos que componen a la materia. El anima es movimiento repetido y sostenido, que nos aterriza en la realidad más mundana, pero que también nos permite elevarnos sobre nuestras propias limitaciones mentales e identitarias.
Dicho de otra forma, el movimiento es el lubricante de toda esencia, una herramienta para el despertar y la manutención del espíritu en acción, mejor entendido como la consciencia. Moverse es disolver las barreras y las fronteras que nos separan. Moverse es sintonizar con la frecuencia del todo. Esto, amigos, es espiritualidad, no religión organizada.