México ha sufrido una dramática transformación social en los últimos años, la cual ha marcado inexorablemente a la ciudad de Monterrey, afectando su identidad de forma considerable. No cabe duda de que la excesiva corrupción, la ingobernabilidad y la violencia se han convertido en realidades cotidianas que la población todavía no ha logrado metabolizar en un sentido ciudadano.
En esa línea, la crisis que experimentamos hoy es una de enormes proporciones, ya que la estabilidad social y crecimiento económico saludable de décadas anteriores parece haber llegado a su fin.
La exacerbación de los excesos sociales que la política no logró rasurar, y que es causa principal de la debacle de nuestro proyecto colectivo, evidenció lo mal que estaba cimentada, no sólo nuestra identidad, sino la comunidad misma, que teóricamente es la base donde se monta cualquier idea social que comparte fines específicos. La acción colectiva común del regiomontano se ha visto mermada por factores que descobijaron aún más lo que nos unía, lo cual al parecer era más instrumental para llevarnos bien –superficialmente– siempre y cuando las vacas estuviesen gordas.
Es por eso que Monterrey debe reconstituirse otra vez como identidad funcional, aprovechando la reciente politización de la comunidad, para convertirse en una sociedad civil sensible. Las realidades estructurales que nos arrojaron a esta incertidumbre de proporciones paranoicas deben ser discutidas abiertamente por todos.
Lo que se necesita es una nueva adaptación colectiva. Pero ésta tiene que tomar en cuenta que la fragilidad y el fracaso de la identidad son el resultado de una comunidad lastimada, que tiene muy poca consciencia del poder público que potencialmente pudiese desarrollar.
Por otro lado, la gran ironía es que esta crisis sistémica nos muestra el camino lógico a seguir, en lo que a la construcción de una nueva sociedad civil se refiere. Aquí incluyo la obvia recuperación de los espacios verdes y las calles –ambos vistos como baluartes fundamentales de algo entendido como el espacio público– lugar que se antoja espacio idóneo para sembrar la nueva agenda política de la sociedad civil regiomontana. La tarea más grande es que estos espacios se recuperen, pero no sin antes hacerlo de forma realmente cohesiva en sentido social. Debemos acabar con el clasismo y etnocentrismo institucionalizado, que algunos confunden con ultracompetitividad y liderazgo.
Redireccionar lo que somos colectivamente debe tomar en cuenta la reconstrucción (o finalmente la construcción que no se había logrado) de una comunidad funcional, lograda así por nosotros los que formamos parte de ella, y no sólo por una burocracia intenta en frenarla.
Hay que, de una vez por todas, trascender e incluir lo que por lo menos a nivel local no nos había permitido unirnos como comunidad. Sobre esto podremos montar la identidad colectiva –cualquiera que ésta sea– incluyendo sus nuevos valores y metas.
La nueva sociedad civil regiomontana pudiera organizarse en la búsqueda de una idea realmente incluyente, y no sólo en la utilización de su población en una búsqueda competitiva por ser ejemplo nacional y mundial. Reitero que no puede haber identidad ni sociedad civil que funcione sin comunidad primero. Por eso lo primordial es establecerla de modo plural y tolerante, donde las políticas públicas y las relaciones sociales tomen en cuenta a todos los habitantes en su formato ciudadano, y no nada más por su capacidad laboral o su bajo costo operativo.
A la sociedad civil regiomontana le tocará buscar un orden de factores desde donde se busque proponer, y no sólo defenderse de los embates sociales que muy factiblemente seguirá sufriendo nuestro país en su afán, también, de redefinir lo que es hoy, y lo que será en un futuro no muy lejano.
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