‘‘Damos la libertad por un hecho, y por eso no entendemos su increíble vulnerabilidad’’
Nial Ferguson (1964- ) historiador británico
Los valores centrales de Occidente están en crisis. Por un lado está el ‘‘capitalismo liberal’’, el cual podemos posicionar como el fundamento de la filosofía social de la población. Eso quiere decir que los derechos a la propiedad, el trabajo y las inversiones se ejercen bajo la tutela de un Estado que permite las condiciones para que esto se de. Lo que se busca es evitar los abusos de poder del gobierno y de los grandes capitales. El valor que se resalta aquí es el de la meritocracia, con el cual, el que logra las mejores cosas, es el más preparado para ello.
La crisis del capitalismo liberal se precipitó por la falta de regulación sobre actores económicos. En la práctica, esto quiere decir que los monopolios domésticos se han transformado en corporaciones transnacionales, las cuales, bajo un sistema neoliberal, han rebasado a las autoridades en muchas instancias.
La ‘‘corporatización’’ de lo social y la subsecuente privatización del espacio público ponen en evidencia la tácita y a veces obvia relación que existe entre Estado y empresa, lo cual seria más fielmente un representativo de relaciones de lealtad y fidelidad feudales, que de autonomía y separación de las esferas políticas.
Por otro lado está el ‘‘libre mercado’’, filosofía económica contemporánea que técnicamente equipara el tablero de competencia de los actores que participan en la economía. Aquí la clave es que el gobierno no intervenga directamente en la planeación de variables económicas, para que las leyes de la oferta y la demanda distribuyan justamente lo que a cada quien le corresponde, como resultado de lo que se trabajó e intercambió. El valor que se resalta con esto es el de la competencia sana y abierta.
La crisis de los libres mercados se pone en evidencia por el desarrollo del Estado. Este actor político, que debiese estar fungiendo como árbitro, ha crecido no sólo en tamaño, sino en atribuciones de todo tipo, lo que ha hecho del concepto y la práctica del libre mercado un mero adorno.
Por último, está la ‘‘democracia republicana’’, filosofía política que institucionaliza caminos reales de participación ciudadana organizada para un pueblo soberano. En este caso, la representación debe velar por los intereses del pueblo. El valor determinante para este sistema es el de la colaboración social en las decisiones oficiales.
Tristemente, cada vez es más fácil darse cuenta de que se vota, pero no siempre se logra una resonancia con lo que se exige. Asimismo, el nivel del discurso público se reduce gracias a los medios de masa y su estandarización de contenidos, lo que debilita la calidad de las resoluciones y, por ende, afecta a la democracia.
Es por todo esto que Occidente está fracasando en su afán de liberar a sus colectividades. Las autoridades participan en las economías con la excusa de salvarlas de sí mismas. La competencia y la meritocracia del capitalismo se estancan por la injerencia de grupos con mucho capital que tuercen las leyes a su favor, evidenciando aún más la paradoja de un gobierno grande que no ha hecho más que someterse a sus demandas. ¿Y qué decir de la República en sí misma? Concepto que determina la soberanía de la ciudadanía y el respeto del espacio común.
Creo que el fracaso de la democracia como forma efectiva de representación es, en este contexto, algo secundario, si tomamos en cuenta que lo público como tal está desapareciendo por debajo del poder avasallador del capital y demás intereses privados.
Por eso digo que la democracia se ha convertido en propaganda de relaciones públicas y consentimiento sociopsicológico. En algunos casos, el autoritarismo ha sido el remedio, arrojándonos de facto siglos atrás en cuestiones de organización social efectiva.
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