`El precio de la libertad es la eterna vigilancia´
-John Philpot Curran (1750 1817) político irlandés
La nueva ley antiprotestas representa la fase terminal de la centralización del poder en México como parte de un proceso que tiene más de tres décadas agudizandose.
En esa línea, lo que sentó las bases de lo que vivimos hoy fue, primero, la centralización del poder económico, después la centralización del poder político y militar y, por último, la centralización de las libertades civiles, o sea, la limitación de las mismas como parte de una estrategia de `seguridad y orden´.
La centralización del poder económico se ha venido dando por sistema desde principios de los 80, en algo conocido como neoliberalismo. Este dogma ideológico tiene entre sus principios ideas la reducción del poder del Estado a favor de la privatización de los bienes y servicios públicos, en teoría para eficientar la economía y hacerla más competitiva. No dudo que esto pueda ayudar en algunas instancias, pero cierto es que en México uno de los resultados de esta mentalidad es que el Estado ha perdido mucho control e influencia sobre la iniciativa privada, que en nuestro caso es mayoritariamente transnacional.
La justificación para la venta de las paraestatales es que el gobierno se iba a aplicar con más escrutinio y regulación pero, como vimos en el caso de la venta del petróleo, las `regalías´ con las que se pagó a la clase política lubricaron la relación entre lo público y lo privado de forma corporativista, como con lo de la notoria ‘‘Casa Blanca”. La realidad es que la regulación simplemente no se dio, ya que, como nos hemos venido dando cuenta, se ha profundizado el entrecruce de intereses entre política y negocio como no se veía desde el liberalismo clásico de Porfirio Díaz.
Este `virus´ neoliberal, que afecta a cada vez más países, se concentra mucho más en Norteamérica, geografía que incluye al maestro (EUA) y al aprendiz (México) del sistema. Como dije en columnas anteriores, México es la fallida `estrella´ neoliberal contemporánea, así como alguna vez le tocó al Chile de Pinochet echarlo a andar en Sudamérica.
La segunda etapa, la de la centralización político y militar, sucedió como efecto de lo primero, ya que la burocracia mexicana, irónicamente, nunca redujo su tamaño, como debió hacerlo según la teoría neoliberal que exige un Estado pequeño para agilizar las cosas. De aquí es de donde emanaron grupos de interés mixto como Atlacomulco, cuyos miembros han fungido como los acaudalados operadores de la maquinaria del sistema de este lado de la frontera.
Cabe agregar que de este injusto contexto es de donde también saltaron los distintos grupúsculos de narcotraficantes, los cuales se armaron para atender unos mercados de distribución domésticos mucho más grandes y ambiciosos. A esta mezcla explosiva hay que agregar la disparidad económica y la inmovilidad social, factores que se convirtieron en el generador de carne de cañón para una mafia delictiva empeñada en esa movilidad social extraviada.
Aquí es donde podemos colocar la pieza llamada ‘‘fuerzas armadas”, las cuales se volvieron una urgencia debido al incremento de violencia a nivel nacional desde finales de los noventa, periodo en donde empezaron a calar las reformas privadas del Tratado de Libre Comercio (TLC).
Todo esto nos lleva como consecución lógica a la instauración de una cultura sociopolítica de corte autoritario, la cual, por consecuencia, recoge libertades civiles a la población como si se tratase de juguetes que no le pertenecen. Esta forma de entender la política suele seguir un guión muy antiguo pero muy repasado por nuestra especie, en donde lo que impera es la desconfianza y la limitación de la plétora de libertades que solo los regímenes republicanos pueden presumir.
Entonces, no debemos sorprendernos de nuestra involución hacia una forma de vida que corona al concepto de soberanía clásico, en donde el que manda es el soberano rey mismo en detrimento de su población. Asimismo, sería bueno voltear a ver el resto de las soberanías –la financiera (dependencia en el FMI, banca privatizada), la energética (petróleo vendido), la alimentaria (importando el 42% de los alimentos) y la territorial (influjo de agentes americanos, Iniciativa Mérida)– para corroborar que hemos perdido nuestro poder ciudadano en este tortuoso camino.
Es en ese sentido que el Estado irrumpirá en los Ayuntamientos locales para reventarlos. Estoy de acuerdo que la balcanización del país no es positiva, pero igual de dañino es querer aniquilar el germen de autogobierno que está naciendo como obvio resultado de la centralización del poder a todo nivel que ha descobijado a las mayorías.
Ocupar espacios públicos de forma pacifica es hacer uso de nuestro derecho de asamblea y libre asociación.
Privarnos de estos derechos, en supuesto afán de prevenir protestas sociales, va en contra de la Constitución y, por ende, es ilegal.
Centralizar es oponerse a la delegación y la autonomía.
La centralización del poder equivale a una mala representación, y el flagrante autoritarismo es su disfraz.
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