Sunday, 24 January 2016

La balanza virtual


‘‘...en cuanto a la riqueza, ningún ciudadano deberá ser tan rico como para comprar a otro, ni tan pobre como para venderse a sí mismo’’
Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) filósofo francés

El conflicto entre taxistas y Uber es una radiografía de lo que le sucede a una sociedad sin reglas.
Reglas mínimas para la convivencia es lo que los sistemas politizados que habitamos necesitan, ya que entre más grande la comunidad más requiere de lineamientos para que funcione. Esta es la base del contrato social, el cual se refiere a las obligaciones que cada parte tiene con la otra de acuerdo a los objetivos que todos se han fijado en común.
Lo malo es que confundimos reglas con intervencionismo patriarcal, ya que hemos llegado a un nivel de hartazgo increíble.
Hemos privilegiado la seguridad al grado de sacrificar nuestras libertades. Por eso ya no nos asusta el que una Policía Federal, armada con alto calibre, detenga arbitrariamente a quien considera sospechoso de ser uberista. Ulteriormente, esto sí es intervencionismo patriarcal, y del más antiguo.
Necesitamos darnos cuenta de que el autoritarismo que ahora sufrimos es el efecto lógico de una sociedad que no se impone límites. Al final, cuando nadie respeta nada siempre tendrá que enfrentar la represión autoritaria.
Quién sabe cuándo fue exactamente que se nos convenció de que la mejor forma de salir adelante y progresar es dejárselo todo a la competencia desenfrenada y a los libres mercados des-regulados.
Cuidado, no propongo el socialismo, pero sí es fundamental que entendamos que proteger al medioambiente y los bienes públicos no es socialismo. Estas son piezas clave para la armonía y el buen vivir, alimento para la república que tanto presumimos.
Empresas como Uber, independientemente del buen servicio que ofrezcan, simbolizan el triunfo de la sociedad despersonalizada, esa que apenas requiere de la mínima interacción para proliferar. Si mal no recuerdo, el intercambio de cosas, favores, productos y hasta dinero alguna vez se vendió como la base de cualquier comunidad.
Es en ese sentido que los billetes –mismos que la economía posmoderna busca eliminar en pro del crédito– llevan impresos los héroes nacionales. Se suponía que en el intercambio de esas imágenes estaba la construcción simbólica de la patria y el sentido colectivo de la comunidad. En esa línea, el dinero acuñado e impreso sustituyó a los íconos religiosos del pasado, que a su vez servían funciones similares desde la perspectiva religiosa.
El hiperindividualismo es la joya de la corona del neoliberalismo, ideología económica y cultural que prioriza el interés individual sobre el comunitario. En cuanto al discurso político, el neoliberalismo se ampara en todo tipo de eufemismos (¿reformas?) y demás alteraciones lingüísticas para tratar de seducir a la comunidad de entregar sus bienes públicos. Todo para que el sector privado supuestamente le de a la gente la calidad de vida tan añorada. Eso sí, una cosa es ser iniciativa privada y echar a andar negocios y empresas. Otra muy distinta es ser un apostador aprovechado del bien común.
Esto, porque bajo la justificación de que hay quien es mucho más eficiente hemos privatizado Pemex y la banca, mientras que al nivel micro hemos permitido que las grandes corporaciones alimentarias destruyan al campesino y al abarrotero citadino.
El descontento social que actualmente sufrimos no emana de gente floja ni maligna, como muchos medios de masa lo aseveran. El enojo institucionalizado que desestabiliza a nuestra sociedad tiene causas específicas, siendo la más reciente la destrucción y venta del manglar de Tajamar, en Quintana Roo.
Por eso propongo que en vez de seguir buscando culpables mejor hagamos presencia en espacios públicos para gradualmente reconstruir el tejido social. Debemos saber qué es lo que nos corresponde, para después no sorprendernos cuando nuestros 'ilustrados' gobiernos traten de llevarnos a sus estadios privados nuevos, así como el que ahora fraguan para beneficiar a los Tigres.
Ya sabemos cuáles son las prioridades de esos que se presumen como nuestros ‘‘líderes’’. La pregunta es ¿les seguiremos creyendo o por fin reclamaremos lo nuestro?

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