‘El fascismo que causa que amemos el poder y el deseo de dominación está en todos nosotros’
-Michel Foucault (1926-1984) filósofo francés
Narcotráfico rampante, polarización cultural, inequidad socio-económica, falta de movilidad social. Una combinación de estos y otros factores llevaron a México a la disfuncionalidad colectiva y a la dictadura.
Llega un punto en que la cultura misma es victimada, ya que practicas culturales que alguna vez fueron normales cuando imperaba la paz gradualmente se van moralizando, para con ello justificar los enormes gastos del aparato de ‘seguridad’ del Estado cruzado.
La moralización del espacio público es el resultado natural del abultamiento de la fuerza pública, que originalmente se despacha para combatir las amenazas a su gobernabilidad, pero que poco a poco amplia y justifica sus funciones hasta la auto referencia autoritaria. La complejidad y el caos le convienen al Estado, que irremediablemente crece en atributos e imposiciones para el control social.
Este ‘conservadurismo autoritario’ ha sido una constante de la historia, y uno de sus efectos más característicos es que segrega a las comunidades en bloques dentro del espacio urbano. Asimismo, la propaganda mediática del miedo y los enemigos perpetuos aísla a los individuos, que terminan disociados en auto confinamiento, ahorrándole a la autoridad el gasto extra que tendría que devengar para lograr su acometido.
Evidencia de esto lo vemos en el Monterrey contemporáneo, que ha convertido a muchas de sus calles y demás espacios públicos en islotes privados, que raramente se comparten por temor al otro. En esta línea van las colonias cerradas mega vigiladas -cuasi prisiones-, que significan el triunfo de la desconfianza institucionalizada. Vivimos detrás de muros cada vez más altos, enredados con alambre de púas más puntiagudos, esperanzados en que las alarmas de tecnología de punta nos devuelvan la paz que extraviamos por tanta injusticia.
El umbral de la violencia ha aumentado como nunca, y nos hemos acostumbrado a cosas que en el pasado no toleraríamos ni un minuto. La mejor metáfora es la del caldo de las ranas, donde la temperatura aumenta lentamente, apenas lo suficiente para que estos anfibios no se percaten de las condimentadas que están las aguas en donde nadan.
La clave es entender que en este tipo de sistema el Estado ya no se encarga de todo, si no que es la misma sociedad la que internaliza lo que ve fuera, modificando su conducta de acuerdo a necesidades básicas de seguridad en el sentido maslowiano. O sea, que la gente sacrifica lo colectivo para priorizar su cuerpo, su trabajo, sus recursos, su propiedad y la moralidad propia y la de su familia. Básicamente nos dejamos llevar por el nivel emocional, desde donde se facilita el indoctrinamiento político y religioso, estructuras recurrentes en tiempos como estos de confusión y carestía.
Es así como se criminaliza a todo lo que ponga en riesgo a ese nuevo estadio emotivo, y es ahí cuando la autoridad se transforma en un padre, cuyo dispendio se torna indispensable para un crio afligido por la incertidumbre.
Y como es de esperarse, el padre fortalece su dominio al frenar las diferencias y el pluralismo, ya que sabe muy bien que la estandarización es más efectiva para el orden. Entonces se limitan los horarios nocturnos y las sustancias por nuestro bien, ya que el terror corresponde más a la noche que al día, periodo que han determinado como más productivo. Es así como el bar y el antro menguan, de forma similar y analógica a como los antiguos cultos mistéricos paganos griegos eran extirpados como tumores del cuerpo colectivo en pro del monoteísmo socio-político.
Y mientras desaparece la noche con ella se esfuma el protagonismo de los artistas e intelectuales –en si la cultura–, todos supeditados al novedoso heroísmo militar-espartano que pulula las calles. El discurso del miedo ha alterado nuestra escala de valores, por eso ahora permitimos sin queja que se cree fanáticos castrenses a nuestra cuenta, mientras que ante nuestros ojos y en flagrante violación a la Constitución el ejercito patrulla las calles, y los retenes anti-alcohol -armados con alto calibre- paralizan la movilidad pública.
Vivir con miedo es no vivir. Estamos perdiendo la cordura a cambio del cortoplacismo intervencionista, y en el proceso nos hemos separado uno del otro, a la vez que se infla la cuenta pública exponencialmente.
Esta mano dura viene envuelta de espinas decoradas con apenas unas cuantas rosas, que perforan la esperanza de un presente de convivencia pacifica. La dictadura también es simbólico-moralista. Al frenar nuestros movimientos acabamos peleando el territorio y lo material de forma egoísta, auto-limitados como el arcaico y árido reptil que alguna vez trascendimos.