No cabe duda que tomar decisiones es la base del desarrollo personal, ya que si no decidimos nos estancamos infelizmente en el camino. Lo difícil de las decisiones es que siempre nos confrontan con múltiples alternativas de acción y sus respectivos miedos, que suelen ser mecanismos de defensa mentales que nosotros mismos nos ponemos para sabotearnos.
O sea, batallamos para decidir por el simple hecho de que nos aterra el tener que descartar todas las complejas posibilidades que nos llevaron inicialmente a la encrucijada. Preferimos bloquearnos y quedarnos con la incertidumbre, en vez de tener que enfrentar la critica interna por haber preferido cierto camino.
La clave para trascender este dilema es aceptar lo que se escogió como lo mejor en ese momento, de pasada reconociendo que lo que se hizo a un lado no necesariamente era lo óptimo.
Muchas veces nos lamentamos de no haber elegido el otro camino, especialmente cuando el escogido no resultó ser lo que esperábamos. Idealizamos lo que finalmente no seleccionamos, y la ansiedad resultante no nos permite disfrutar de la nueva posición en que nos encontramos, por el simple hecho de haber decidido.
Lo que no escogimos tiene exactamente las mismas posibilidades de éxito y fracaso que lo elegido, ya que ambos son parte del mismo sistema de ciclos y energias ínter conectadas, que desde su propia esencia conllevan a ciertos efectos inesperados.
Al final buena suerte mala suerte quien sabe. Cada camino tienes sus bemoles, y cualquier elección es mucho más poderosa que la indecisión, la cual irremediablemente conduce a la locura.
Hay que aspirar a llegar al punto en que nuestras obligadas decisiones sean lo más sutiles y asertivas posibles. La clave está en entrenarse a ver las encrucijadas de la vida como una oportunidad de crecimiento, y no como obstáculos a nuestra existencia, o arrebatos de nuestra zona de confort.
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