Thursday 17 December 2015

La política como espectáculo emotivo

‘‘La tecnología le ha dado una terrorífica omnipotencia a los poderosos’’
Vivian Kubrick (1960-) cineasta estadounidense

La atención mediática sobre Donald Trump ha sido fundamental para su consolidación política.
Según la última encuesta de la Universidad de Monmouth, Trump lidera las preferencias electorales del Partido Republicano con un 41 por ciento. Su más cercano rival, Ted Cruz, apenas cuenta
con un 14% de popularidad.
Para entender el porqué de estos números hay que ir más allá de las propuestas de los candidatos. Por ejemplo, según un reporte de la empresa Tyndall, en 2015 Trump consiguió 234 minutos de cobertura televisiva por parte de ABC, CBS y NBC. Bernie Sanders, el candidato del Partido Demócrata, notorio por su mensaje transformador, logró que las mismas televisoras apenas le dieran 10 minutos para expresarse. Ulteriormente, la sociedad del espectáculo valora a los personajes que el sistema les presenta, lo cual ciertamente influye en las preferencias.
La clave para las figuras públicas contemporáneas es que aparezcan en televisión, ya que esta tecnología no solo crea un espacio de representación para el discurso político, si no que genera el espacio político en sí. Dicho de otra manera, sin TV sería muy difícil promover a los candidatos. Sin esta caja los políticos no aparecerían frecuentemente transfigurados, intentando gobernar sociedades complejas y sobrepobladas como las nuestras.
Esto quiere decir que el populismo –en la era de la comunicación de masas– tiene, además de tintes salvacionistas, funciones tribales. O sea, la TV refuerza a la figura del potencial ejecutivo como líder de una enorme tribu con una identidad especifica, mecanismo que tiende a ser abusado cuando la crisis arrecia.
Lo que trato de decir es que Donald Trump está siendo usado por el sistema para reconstruir una identidad nacional lastimada, de acuerdo a las realidades socioeconómicas que las mayorías experimentan. Es por eso que el eslogan de ‘‘Hagamos a América grande otra vez’’ sigue el guión del excepcionalismo cultural que los que le controlan aplican como sustituto
al progreso tangible.
En cuanto al análisis del personaje o actor que el establishment emplea para saciar todo tipo de necesidades y emociones inconscientes hay varios enfoques.
Lo primero a denotar, considerando a Obama, Clinton y Reagan como naturalmente carismáticos, es que el rimbombante Trump tiende hacia el histrionismo, la hipérbole y la dramaturgia. Es así como, en vez de presenciar un balance entre la proxemia (posición del cuerpo), el lenguaje corporal y los gestos, lo que nos arroja la TV es a un hombre enajenado y errático, que abusa de los gritos, las diatribas y las emociones para comunicar su mesiánico mensaje.
La razón es simple. Los que mueven sus hilos saben que la masa prefiere personajes más reales y transparentes con quién sintonizar sus bajas vibraciones y enojos acumulados.
Esta personalización de la política rebasa por mucho a la política de la identidad en sus formas y objetivos, esa que resalta la raza, la religión, el género o la clase social, como el caso de Obama y Josefina Vázquez Mota.
Personalizar a Trump quiere decir que la gente lo ve como alguien a quién admirar por sus supuestos dotes empresariales y varoniles. Mujeres, dinero, fama y fortuna, son las ‘‘cualidades’’ que el sistema político de aquel lado está ofreciéndole a una masa desposeida y desesperada, técnica de manipulación que nos acompaña desde que somos civilización. Irónicamente el apostador está vendiendo más
que el mesurado estratega.
Es así como el circo romano sigue su número, pero ahora desde la comodidad de nuestros hogares. Hoy como ayer los encumbrados líderes de nuestras sociedades son manipulados por sus contextos, estructuras, camarillas, asesores y demás especialistas en propaganda para lograr sus macabros fines.

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