Friday 31 October 2014

Estado policiaco autoritario

“La caída de la civilización moral siempre ha sido provocada por aquellos que sólo hacen su trabajo”

Jeremy Grantham (1938 ) inversionista inglés

El Estado suele ser la pieza más firme de cualquier arreglo social. Este tenderá a elaborar cualquier justificación necesaria para mantenerse  al frente de todo, pase lo que pase. Por eso siempre está latente  la posibilidad de que supere en violencia a las mismas fuerzas que  busca repeler. Aquí no importa el retroceso social en calidad de vida que se obtiene: la razón de Estado debe prevalecer.

Esta arcaica idea lleva con nosotros varios milenios. Y en esa línea los Estados no son buenos ni malos, sólo son. Eso quiere decir que la respuesta violenta no se considera dañina: se vende como un medio necesario  y ‘legítimo’ para restablecer el orden. Su empaque filosófico es el de “el fin justifica los medios”.

La estrategia consiste en definir al otro como malo, independientemente del tipo de ciudadano en cuestión, para después proceder a eliminarlo del espacio público.  En este sentido el Estado se apareja al método de exterminio, y con ello no sólo pierde su legitimidad racional, sino que también descarrila al Estado de Derecho mientras dura dicho escenario de batalla.

Es por eso que la persecución del `mal´ (el cual raramente es una categoría fácil de definir) termina con la gobernabilidad de cualquier nación. Las autoridades se comportan como un rufián más y alimentan el espiral de violencia de baja vibración que destruye la vida civilizada. En este sentido es que se dice que el Estado es fallido, ya que lo que impera durante este tipo de episodios es la violencia pura. Es entonces cuando la colectividad se centra alrededor de un nivel de consciencia inferior, ya que convierte al miedo en la base de sus relaciones interpersonales.

El miedo, a su vez, es disparador de otras emociones similares –como el odio, la frustración y la desesperanza. En esta línea, la conducta más fácilmente identificable en la ciudadanía es el egoísmo exacerbado, ese que hace de nuestros rostros y  expresiones duros reflejos de lo perjudicial que es experimentar con ese tipo de prácticas. Asimismo, la potencialización de esas emociones a gran escala  destroza cualquier sentido de civilidad, ya que el autoexilio de las calles y el aislamiento social son sus principales efectos comunitarios.

El egoísmo en torno a lo público nos lleva a la cerrazón en esa búsqueda de la seguridad perdida. Se incrementa la desconfianza hacia el vecino y cualquiera se vuelve sospechoso. De aquí surge la cultura de la denuncia, que corrobora y profundiza la desconfianza. La respuesta del Estado ha sido históricamente la misma: ofrece mayor vigilancia y rondines policiacos/militares, o sea, repartir más dosis de represión encubierta. El resultado de esto es un excesivo gasto, y por ende se obtiene una mayor burocratización de lo social, realidades que se acaban sedimentando en la cultura.

Entonces, ese tipo de política pública se engrana, por lo que requerirá cada vez más capital y enemigos reales o simulados para justificarse. Es aquí cuando el sistema se  vuelve autorreferencial, ya que el problema inicial acaba por institucionalizar esa dura respuesta que una ciudadanía cada vez más asustada exige a gritos. Esto nos basta para entender el porqué de la novedosa intención de crear otra fuerza militarizada, también envuelta en el desgastado discurso de la seguridad.

La necesidad original de restaurar el orden público transforma al que la persigue obsesivamente en una obstrucción a esa misma forma de vida civilizada que se anhela. Es en esta etapa cuando se han perdido de vista las causas que se perseguían, ya que la urgencia de legitimar lo que se hace para solucionarlo crece de forma astronómica, arrastrando en el proceso a los mismos medios de comunicación que lo informan todo. A estas alturas puede decirse que hemos pasado de la seguridad y la vigilancia como política pública al Estado policiaco como sistema, el cual por naturaleza es autoritario. La violencia y el control crecen, pero el desmantelamiento del sistema se imposibilita, ya que al final termina anquilosado y enredado con la forma de vida. Por eso es muy difícil  transitar de regreso a los acuerdos republicanos.

La paradoja del control reside en que la represión camuflada como seguridad se receta como estrategia liberadora, pero en la práctica se exacerban más el miedo y el egoísmo, lo que mina las relaciones sociales de la comunidad en el camino. La ecuación es sencilla: en ausencia de confianza en las instituciones mayor será el autoritarismo.

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