La importación de petróleo ‘ligero’ frackeado de EUA significa el fin de la intensiva industrialización mexicana del siglo pasado.
Dicha industrialización detonó la gran urbanización del país, la cual se hizo posible gracias a la masiva emigración del campo, o sea el éxodo rural. Fue así como millones de campesinos migrantes establecieron la estructura social básica urbana a la que hemos estado acostumbrados, pero que hoy se ha puesto en entredicho debido a la escasez de oportunidades de trabajo.
En un sentido, México ha transitado hacia la era de servicios informáticos y financieros, pero también es cierto que las mayorías no están incluidas en esto. El estado benefactor quedo atrás –derrumbado–, ya que por un lado la ideología neoliberal a la que nos aferramos justifica el desmantelamiento (privatización) de lo público en pro de lo privado. Por otro lado, la acelerada globalización en la que participamos ha vuelto redundante a muchas personas, las cuales simplemente salen sobrando en esta economía de externalización y automatización de procesos productivos. Dicho de otra forma, la clase trabajadora mexicana ahora tiene que competir con el resto del mundo, incluyendo a las cada vez más comunes máquinas y robots.
En vez de responder con una estrategia sensible para enfrentar la transformación socioeconómica que sufrimos, el Estado lamentablemente da prioridad a la ‘seguridad’ sobre todos los demás rubros. Una de las más afectadas es la educación pública, la cual técnicamente era la herramienta fundamental para colocar al trabajador mexicano a un nivel relativamente competitivo a escala global.
Pemex alguna vez fue el emblema del desarrollo estabilizador nacionalista, eje fundamental que ‘lubricó’ el surgimiento de aquella clase media que nos posicionó en el mundo como potencia manufacturera. Esa movilidad social ha desaparecido por muchas razones, pero una principal es que el motor industrial que le daba chispa se ha enfriado.
Cuidado, no digo que la industrialización haya desaparecido por completo. Sin embargo, los índices están a la baja, ya que muchos de los procesos de las cadenas productivas ahora son hechos en otras latitudes.
Cierto es que el petróleo es un recurso no renovable, que en el caso mexicano está por agotarse. No obstante, estar acudiendo al vecino del norte para pedir una transfusión de crudo ligero es el mejor símbolo –además de la corrupción institucionalizada– del pésimo manejo y la poca previsión en torno al petróleo, empresa y producto básico del Estado y la sociedad. Esto no lo digo en un sentido nacionalista, sino estratégico. Es raro el país que actualmente se deshace de algo tan esencial para su desarrollo, como lo podemos constatar con los noruegos.
La alta densidad poblacional de las grandes ciudades mexicanas es un producto del siglo pasado industrial que endiosó al hidrocarburo, ese que sedujo a millones de campesinos a abandonar su hogar tradicional a favor de una mejor vida en la ciudad. Ese esquema hoy ha caducado, y la mejor evidencia de ello es la informalidad del 58% de la población económicamente activa. Simplemente no hay con qué pagar el gasto corriente de la nación, y por eso es que se han inflado tanto las deudas privadas.
Ha llegado el momento de liberar a las grandes poblaciones para que regresen al campo, o por lo menos a ciudades mucho más pequeñas que las megalópolis que ya conocemos, para que desde ahí puedan hacer la vida digna que la gran ciudad prometió pero nunca acabó otorgando.
Para que eso suceda tendrán que darse algunos cambios drásticos. Lo primero es detener la guerra fallida contra ya no sabemos qué, ya que ésta justifica el militarismo rampante y la represión, lo cual resulta en la desaparición de las libertades civiles de la población. Lo segundo es revertir la centralización de poder y la privatización de todo lo público, ya que esto nos tiene en plena decadencia monopólica.
Sin acceso a la tierra no hay vida no alimento digno para las mayorías.
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