El Estado suele ser la pieza más
firme de cualquier arreglo social. Este tenderá a elaborar cualquier
justificación necesaria para mantenerse
siempre al frente de todo, pase lo que pase. Por eso siempre existirá la posibilidad de que este se
torne igual o mas violento que las
mismas fuerzas que busque repeler.
No importa el retroceso social en calidad de vida que se experimente; la razón
de Estado ‘debe’ prevalecer.
Esta arcaica idea lleva con
nosotros varios milenios. Y en esa línea los Estados no son buenos ni malos,
solo son. Eso quiere decir que la respuesta violenta no se ve como mala; es un
medio necesario y ‘legitimo’ para
re-establecer el orden. Entonces la estrategia consiste en definir y
refinar al otro como malo, para
después proceder a eliminarlo del espacio público. En este sentido el Estado se rebaja al nivel de aquellos que
busca exterminar, y con eso no solo pierde legitimidad racional, si no que
también desacredita al Estado de Derecho mientras dura dicho escenario de
batalla.
Es por eso que la persecución
del ‘mal’ (el cual raramente es una categoría fácil de definir) termina con la
gobernabilidad de cualquier nación. Las autoridades se comportan como un rufián
más, y por eso alimentan el espiral de violencia de baja vibración que destruye
la vida civilizada. En este sentido es que se dice que el Estado es fallido, ya
que lo que gobierna durante este tipo de episodios es la violencia misma. Es
entonces cuando la colectividad se centra alrededor de un nivel de consciencia
colectiva muy bajo, ya que coloca al miedo como la premisa fundamental.
El miedo, a su vez, es disparador de otras emociones de muy baja vibración - como el odio, la frustración y la desesperanza. Pero la conducta más fácilmente identificable en la ciudadanía es el egoísmo exacerbado, ya que causa efectos en nuestra psicología y humor, al transformar nuestros rostros y sus expresiones en duros reflejos de lo que se vive y se siente sobre la tierra que se pisa. Por otro lado, tampoco hay que olvidar que esta emoción potencializada a gran escala destroza cualquier sentido de colectividad, ya que el auto-exilio de las calles y el aislamiento social correspondiente son unas de sus principales características.
El miedo, a su vez, es disparador de otras emociones de muy baja vibración - como el odio, la frustración y la desesperanza. Pero la conducta más fácilmente identificable en la ciudadanía es el egoísmo exacerbado, ya que causa efectos en nuestra psicología y humor, al transformar nuestros rostros y sus expresiones en duros reflejos de lo que se vive y se siente sobre la tierra que se pisa. Por otro lado, tampoco hay que olvidar que esta emoción potencializada a gran escala destroza cualquier sentido de colectividad, ya que el auto-exilio de las calles y el aislamiento social correspondiente son unas de sus principales características.
El egoísmo publico nos lleva a la cerrazón en esa búsqueda de la seguridad
perdida. Entonces se incrementa la desconfianza hacia el vecino y cualquiera se vuelve
sospechoso. De aquí surge la cultura de la denuncia, la cual corrobora y
profundiza dicha desconfianza. Y la respuesta del Estado ha sido históricamente
la misma: ofrece mayor vigilancia y rondines policíacos/militares. El resultado
natural de esto es el excesivo gasto y burocratización, que eventualmente se
sedimenta en pro de esa seguridad que se promete. Un resultado de esto es que
ese tipo de política pública se
institucionaliza al grado de convertirse en una rama estatal cada vez mas administrada, que requiere de cada
vez mas capital para sanear sus operaciones, las cuales al llegar a cierto
punto, requerirán de cuantiosos enemigos reales o simulados para justificarse.
Es por eso que el autoritarismo se perpetua y el sistema se vuelve auto-referencial. El problema inicial se ha
consolidado como practica cotidiana, - institucionalizada - la cual termina convirtiéndose en un
supuesto ‘servicio público’ que
una ciudadanía cada vez mas asustada reclama a gritos.
La necesidad inicial de
restauración del orden público convierte
al que la persigue en una obstrucción a esa misma forma de vida
civilizada tan anhelada. Es en esta etapa cuando se ha perdido de vista el
problema inicial, ya que las necesidades de legitimar lo que se hace para solucionarlo crecen de
forma astronómica, arrastrando en su camino hasta a los mismos medios de
comunicación que lo informan todo. Es aquí cuando puede decirse que hemos
pasado del autoritarismo - como política pública - al fascismo como sistema. La violencia y el control
crecen. Y el desmantelamiento del sistema de seguridad y vigilancia se
imposibilita a esas alturas. Por eso es muy difícil
transitar de regreso a un
acuerdo republicano.
La paradoja del control reside
en que la tecnología termina recetándose como estrategia liberadora, aunque en
la practica exacerbe más miedo – y por ende mas egoísmo – que acaba por minar
las relaciones sociales de la comunidad. Al responder con violencia nos
arrojamos de facto al nivel de consciencia del adversario. La formula es
sencilla, en ausencia de confianza institucionalizada mayor será el autoritarismo.
Las cámaras de vigilancia no solo ayudan a identificar criminales. Representan
el poder visual que un Estado desconfiado mantiene y refleja sobre su territorio y sus súbditos.
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