Cada final de año se nos invita a confiar en el siguiente como el redentor de las esperanzas prometidas pero todavía no cosechadas. Futuro proyectado, premeditado y dosificado por aquellos que lo sostienen por mera convención y conveniencia.
Yo no escogí este mundo de principios y finales artificiales, donde se nos pide que volteemos al pasado y al futuro para reforzar lo que somos, aunque eso signifique abandonar el presente que tenemos, que nos coloca en unísono con el todo, desde donde se facilita visualizar la sensibilidad de los ciclos que nos rodean y nos componen.
Esta humanidad tan obsesionada con los tiempos psicológicos ha perdido contacto con su vulnerable y atemporal presencia, esa que nos recuerda cuando la sintonizamos que es necesario cambiar constantemente de hábitos, ropaje y sistema político, para así liberarnos de las enormes expectativas de los proyectos eternos y lineales de eso que llamamos cultura.
El tiempo que nos recetamos es mucho más que optimista. Es una maquina perfeccionista que asciende sin cesar en micro aumentos - minutos, horas, meses y semanas-, que en su mecánico accionar atropella a los ciclos, las recurrencias y las sincronías de la naturaleza, misma que decenas de miles de pueblos ya reconocían y celebraban antes de la llegada del sostén del tiempo lineal, ese cristo sobre el cual se cuelgan las lineas del ayer y del mañana con las cuales se amarra a nuestra ansiosa colectividad.
No hay mejor maestro que las estaciones. El otoño nos prepara para las perdidas, mientras que el invierno nos las corrobora, solo para devolvernos lo que se fue con mayor sabor y color en la primavera, fertilidad que yace ahí para ser descubierta - cura y amuleto para nuestra confundida, regulada y super formulada existencia.