Cuando vemos la vida como un constante despegar y no un permanente aterrizaje, cambiamos nuestras caprichosas certezas por enriquecedoras aventuras que nos invitan a adentrárnos en la evolución y el crecimiento, ya que no existen puertos finales ni amargas despedidas.
Ni siquiera la muerte es el voráz finiquito que nos hemos vendido para amaestrárnos y flagelárnos, buscando apuntar nuestras existencias, religiones, instituciones y canciones hacia fines supuestamente civilizados, donde sacrificamos parte de nuestra libertad por convención y membresía.
La muerte es mera transición, migración y desenvolvimiento, un nodo forzoso en el camino hacia la consciencia de reciprocidad orgánica con todo lo que nos rodea, combustíble y vela que hay que empacar para seguir arrojándonos con perpetuas ganas y susodicho gozo al vacío de la incertidumbre y la resplandecencia.
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