Nuestra obsesión con el lenguaje, la mente y las reglas nos ciega del hecho que el aprendizaje principalmente se da por imitación, lo que dificulta la educación de los hijos y ciertamente de la ciudadanía. Exigimos orden y certeza, pero sin saberlo reforzamos lo contrario, ya que nuestros propios actos y lenguaje corporal no están en sintonía con lo que buscamos que cumplan.
Somos incongruentes con lo que pedimos, y ni siquiera reflejamos en actitud lo que deseamos para otros, lo que complica aun más las cosas. En pocas palabras, las palabras y los gritos no sirven de nada cuando no hay una estructura que las corrobóre.
Esto porque la base donde se montan los conceptos y la mente que forman nuestra cultura es la estructura mamifero-mimético-emocional, misma que tardó millones de años en desarrollarse, y que con todo y supuesta racionalidad perpetua subyace a la vigilia que presumimos como especie. Es así que aunque nadie se percate los participantes en un evento comunicativo inconscientemente recogen las señales emanadas del cuerpo y su proceder antes de escuchar lo que se dice.
Por eso es fundamental el revisar nuestra forma de comunicar, pero también su congruencia, ya que eventualmente esto será lo que predomine como ejemplo para los demás sean estos familiares, amigos o partidarios.
Ulteriormente, de la incongruencia a la mentira no hay mucho trecho. La mentira es simplemente el disfraz patológico de la incongruencia.